Caracas: ciudad de sueños oxidados y esperanzas inagotables

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Entre la bruma matutina que cubre su más alta montaña y el frio que cala los huesos de quien madruga para ver el sol salir, se expande la amplitud de una ciudad tan majestuosa como siniestra. La sobrepoblación te recibe con un abrazo tan cálido como escalofriante, los ladrillos se asoman sobre terrenos irregulares y el frío ocupa cada espacio en tus pulmones.

Si miras hacia arriba verás su gran orgullo, un cerro que hincha su pecho para mostrar su inmensidad. Bajas por sus amplias aceras, adornadas de señales inconfundibles de décadas de existencia. El mayor lugar de encuentro son los vagones, amarillentos por las luces que le acompañan, donde la intimidad se hace más tuya al verse expuesta en rostros desconocidos que te miran con ese dejo de esperanza.

Una voz se funde en tus oídos, como recibimiento ante tu destino. Las puertas se abren y se desata una avalancha de pasos que comparten su andar. El ruido nunca te abandona pero se propaga con más fuerza en el último escalón que pisas.













Sus calles son una mezcla hipnotizante entre arte y populismo, entre concordias y discordias, entre protestas y sosiego. Se alzan en las paredes los rostros de aquellos responsables de la miseria de sus cerros, el color rojo es el emblema de quien construye y destruye a su conveniencia, así como de aquellos cuya fe se ha arraigado hacia la ruina de su propio ser.

Donde vayas te acompañan las hojas de libros que se apilan uno sobre otro ante un taburete que adorna cualquier lugar libre de la acera. Carátulas de papel te escoltan para proveer una gama amplia de culturas, ideologías y creencias que han sembrado la semilla de la curiosidad en quien se pasea a su alrededor. 

Palabras van y vienen, la monotonía los encierra, pero en la esencia de lo suyo está el don de luchar por una tierra que desean recuperar.
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