Entre trámites interminables y bolsillos vacíos

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La alarma me despertó a la hora pautada, miré la pantalla del móvil, eran las 3:00am. Me levanté un poco mareada por las escasas horas sin dormir, con aquella predisposición que se instala en mi mente cuando me toca repetir una historia vivida. Recordé lo que había hecho la noche anterior, al fin había logrado inscribirme en la página web del organismo, tras intentos fallidos y desvelos agotadores. Revisé los formularios antes de salir, aquellos que había impreso como última actividad nocturna y me dispuse a salir de casa, a la espera de algún taxista fiel a las madrugadas. Para cuando llegué al lugar ya había personas y un sujeto me tendió una hoja con una lista escrita en distintos matices de tinta, anoté mi nombre junto con un número al lado izquierdo. Se leía claramente el número 32. Miré a mi alrededor y suspiré, ¿hasta qué punto se debe llegar para recibir un papel oficial?

Pasadas las 8:00am se acerca una señora, portando una camisa roja como ornamentada al torso, pide la lista y empieza el juego de designación de números escritos en un papel que simula ser un ticket. Me hice notar entre la multitud cuando pronunció mi nombre y recibí lo esperado. Cerca de las 10:00am se empieza a correr el rumor de que el sistema no está funcionando, cesa la entrada de personas. Minutos antes de las 12:00pm salen, en desfile, personas en uniforme y cierran las puertas, es hora de almorzar. Anuncian, como quien no tiene más remedio, que, en efecto, el sistema está caído y es poco probable que vuelva en la tarde, pero que pueden esperar sin problema.

El estómago empieza a sentir los estragos, pero me mantengo de pie a la espera de que se reanude la jornada. Pasadas las 3:00pm pude entrar, sonrío con la poca amabilidad que me queda y me siento frente al escritorio asignado. Entrego la planilla, me la reciben y es sometida al escrutinio de esos ojos calculadores.

-Falta un sello- Anunció –Te lo ponen en el edificio de al lado- Miró su reloj impaciente –Ya a esta hora no creo que te atiendan, vuelve mañana tempranito para que te sellen la planilla y después vienes-

-¿Puedo pasar directo cuando vuelva?- Pregunto entre resignada y colérica.

-No, debes volverte a anotar, así como has hecho hoy-

-Perfecto, gracias- Digo en el tono más sarcástico que sale de mí.

En efecto tuve que cumplir lo exigido por ambos organismos. Así que, pasada una larga semana sin comer bien y tras horas de sueño perdidas, pude dar por concluida la faena.


En muy probable que si viven en Venezuela te hayas sentido plenamente identificado con lo anterior, porque en el país de lo posible la burocracia es tan enorme que vive con cada uno de nosotros, porque para todo se necesita la autorización del Estado, porque nos controlan tanto que para cada paso se les debe notificar.

Cada traba que implementan sólo acrecienta la corrupción y el desánimo de la población, y como nunca funciona ninguna medida se les ocurre la “espléndida” idea de crear más controles. Es una espiral viciosa en donde unos pocos obtienen beneficios, para salir en cadena nacional a culpar a los otros de sus errores.

Ponen en marcha métodos de la antigüedad que la historia ha demostrado que no funcionan y no hay posibilidad que cambiando de rostro puedan dar resultados diferentes. Para detener todo esto se necesita de algo que ellos no conocen: libertad.

Los dictadores oxidados, olvidados en el tiempo, con sus sonrisas congeladas y sus discursos de guerras fantasmas, siempre inventan algún motivo para desviar la atención de la población, repartiendo controles como insultos, porque en eso se basa ese sistema, en el terror y la desmotivación. A estos sólo les interesa coaccionar la libertad individual para así poder hacerlos dependientes y obligarlos a cumplir sus deseos.


¿Seguirás siendo parte del sistema o prefieres recuperar tu dignidad?
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