Alguien acabó con el bipartidismo y no fue Chávez

Por | 20:56 Comenta

Héctor Mayerston con Lila Morillo y Adita Riera. Foto de: Network54.com.

Todos los días aparece un nuevo «becerro de oro» con discursos punitivos


«Freiré sus cabezas en aceite»… Alguna vez fue debate de sobremesa en el país la veracidad de esta bárbara declaración fundacional de la «revolución», de esta suerte de línea perdida del juramento del Samán de Güere contra Acción Democrática (AD) y Copei. Chelique Sarabia, autor de la canción «Ansiedad» y del jingle político «Ese hombre sí camina», usó la frase en unacuña televisiva adeca en 1998. Fue el final de su agencia publicitaria. Nunca se hicieron públicas las pruebas de que Hugo Chávez lo hubiera arengado en un mitin. Y en la cuña se escuchaba el montaje de un imitador. Creer o no creer la amenaza de la fritanga hace mucho que dejó de ser un dilema. La satrapía chavista se sostuvo (y se sostiene) en maledicencias y hechos bárbaros.


Pero alguien tuvo que poner las cabezas en aceite. Alguien hizo que el bipartidismo se quebrara y se erigiera esta nueva casta de vicios exacerbados, este hamponato invivible. Así lo cuenta la narrativa oficial: Había pobreza crítica, niños de la calle, perrarina para cenar y una clase política beoda, opulenta y ladrona. Entonces, un ente monolítico llamado «pueblo» salió a quemar las calles en busca de comida y nunca regresó a su desasistida ranchería. Y entre la peste de las fosas comunes, surgió una logia militar revanchista para traer el bien. Y lo logró el ungido años después. Y ya no hubo AD, ni Copei, ni beodos ni cinturón de miseria.


Ningún rigor hasta aquí.


Si no fue Chávez el freidor, tuvo que ser Rafael Caldera, bien porque ¿lo indultó? o porque antes de que el chavismo se entronizara, lo había hecho «el chiripero» de partidos en 1994. Tal vez nos equivocamos. El fin del bipartidismo pudo ser otra obra de Carlos Andrés Pérez, quien arrebató el poder a los cogollos, abrazó a los tecnócratas y gobernó con la mitad de AD en contra. Y si no fue Chávez, ni Caldera, ni Pérez, ni Uslar Pietri, ni Irene Sáez, ni Dorángel Vargas ¿acaso queda alguien a quien podamos culpar?


Pues sí, hemos estado ignorando a un fulano. Que, dígase pronto, no era cualquier fulano. A principios de los noventa, cuando la muerte no había desaprendido el perdón, recorría las calles de Caracas en un destartalado Volkswagen. Era una de sus muchas excentricidades. Así fue como conoció a su gran amor y su compañera en la heroica empresa de derrotar al monstruo adecopeyano: una cortesana indomable, de ambiciones desmesuradas. Quien lo veía, hacía una mecánica reverencia y se extrañaba de encontrarlo más joven, más gordo, más guapo y más bajo que en los paquetes de harina de maíz. Lo llamaban el hombre que pone la masa en la mesa. Para el sifrinaje,Marco Aurelio Orellana. Para el perraje, Don Chepe.


Un personaje del culebrón Por estas calles fue quien cambió el mapa político. Había pobreza crítica, niños de la calle, perrarina para cenar y una clase política beoda, opulenta y ladrona. Entonces, el dueño de un imperio alimentario decide que el país debe dejar de verlo como un «producto folclórico barato» que aparece en los paquetes de harina, que debe reconocerlo en su justa categoría. Y se lanza como candidato independiente a la gobernación de Caracas con el ojo puesto en Miraflores. Y se inventa un origen humilde y regala comida. Y gana. Y absolutamente nada lo distingue de los políticos a quienes barrió solo por soberbia.


El actor Héctor Mayerston (o Myerston, como también se encuentra en Google) pone rostro a Don Chepe Orellana, un injerto de Jaime Lusinchi, Carlos Andrés Pérez, Carmelo Lauría y Eduardo Fernández. No se pone en duda que su función en el culebrón de comentario social es caricaturizar a la alta dirigencia de la época, pero es posible entenderlo también como el charlatán maquiavélico que entra a la arena pública repartiendo píldoras de cambio y salvación, prometiendo freír cabezas. Lo bueno es que en la representación culebrónica podemos asistir a la intimidad del despreciable tipo, lo oímos decir su gran verdad: «No pienso pagarle la campaña a ningún otro pillo que no sea yo mismo». Se nos permite oír, incluso, la fanfarria joropera que suena en la cabeza del megalómano cada vez que triunfa.


La carrera política de Don Chepe inicia en medio de tribulaciones privadas y públicas. Su hijo drogadicto y asesino acaba de ser liquidado por El hombre de la etiqueta, un policía que sanea las calles de «irrecuperables». Se ha enamorado de Lucha Briceño (Carlota Sosa), la dueña de una agencia que provee de prostitutas al narco y a las transnacionales. Para colmo, algún honesto anónimo encuentra irregularidades en la licitación del vaso de leche escolar y el empresario tiene que repartir cheques en el Congreso para evitar una interpelación. Así es como resuelve cortar el flujo de dinero a los partidos con su propio juramento freidor: «Es hora de que este paisito comience a reconocerme».


Se trata de un hombre sin ideologías. En una misma frase, confiesa su admiración por Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba y el comunista Gustavo Machado. Eso sí, tiene lo único que se necesita para ser un purasangre político en Venezuela: resentimiento social. «Como empresario, he tenido que pagar caro el hecho de venir de abajo, de no pertenecer a la oligarquía de este país. He sido víctima de cuanto político de turno y rastrero se sintió con derecho a exigirme el pago de un diezmo para hacerme digno de sus conchupancias», dice en confidencia a su cínico amigo Saím. Pero más importante que el resentimiento, es que tiene a la barragana Lucha Briceño.


Además de disfrutarla en Por estas calles, solo he visto a Carlota Sosa como una copia del personaje de Carmina (la villana de la telenovela Avenida Brasil) en un bodrio de Venevisión llamado Válgame Dios. Quizá por eso me atrevo a considerar el de Lucha como su mejor papel. Es idea de Lucha Briceño queDon Chepe prometa dormir en un rancho distinto cada noche y que la tragicomedia se transmita como una especie de reality. Mi Tía Mima (y el profesor Luis Enrique Alcalá en su libro Las élites culposas) me contó que lo mismo prometió Eduardo Fernández como candidato de Copei en 1988. Es idea de Lucha que dos negros de barrio, Eloína Rangel (Gledys Ibarra) yEudomar Santos (Franklin Virgüez), aparezcan en una cuña de corte abstencionista para luego convertirse en los impulsores de la candidatura de Chepe. Es idea de Lucha la infancia fabulada de Chepe trabajando desde niño en los maizales (el equivalente a vender dulces arañitas en Barinas). Y es idea de Lucha poner sardinas podridas en las bolsas de comida que regalan en el Barrio Moscú, provocando la muerte de una docena de «marginales» en una acción populista que termina favoreciéndolos. Se consagra así como «la gobernadora del gobernador» y se transforma en Blanca Ibáñez (o en la primera combatiente Cilia Flores). Lucha tiene razón en algo: «La memoria es finita. Y más en este país sin historia».


Entonces Don Chepe llega a ser gobernador. En sus primeros días, desfilan por su oficina desde el doctor Valerio (Roberto Lamarca) hasta Eudomar Santos cobrándole favores que bien sabe pagar. Incluso mantiene oculto en la residencia oficial al «narcotraficante subregional andino» Mauro Sarría Vélez (Roberto Moll), como parte de un arreglo por la financiación de su campaña. Y solo bastan horas para que Lucha Briceño ordene desalojar todas las casas de cultura de Caracas e instalar en su lugar el Plan Urbano de Alimentación (PAU), que Chepe vende como «una medida de compensación ante el neoliberalismo». El PAU regala comida a los olvidados de la democracia, quienes son calificados en un registro de desempleo y bajos ingresos. Un prototipo de Mercal. Al menos en el Barrio Moscú, el PAU se convierte en centro de escaramuzas vecinales y en un negocio atractivo para los malandros más viejos. Uno de ellos considera seriamente desistir de la corrupción de menores para dedicarse a traficar alimentos (¿«bachaqueo»?).


Y así es como la ficción hace que la realidad nos golpee. Todos los días aparece un nuevo «becerro de oro» con discursos punitivos. El becerro puede venir en forma de preso político, esposa de preso político, flaquísimo gobernador,«abajo y a la izquierda», cantante de dúo reguetonero, dueño de la Polar, agitadora vulgar en Farmatodo, locutor de la mañana, general senil con armas largas, comandante golpista con verruga y siga usted la letanía. Parece ser que entendemos la «dignidad nacional» en tres fáciles pasos: neurótica búsqueda de culpas, aparición repentina del vengador (a quien se adora y más tarde se destruye) y consumación de la venganza. El problema de estos discursos punitivos es que no tienen ninguna hondura y quienes los encarnan pronto revelan su hambre de nueva casta, su capacidad de freír cabezas en nombre de la exacerbación de las miserias.


Por si quieres saber en qué anda Chepe:



Entrada más reciente Entrada antigua Inicio

0 comentarios: