Entre
la bruma matutina que cubre su más alta montaña y el frio que cala los huesos
de quien madruga para ver el sol salir, se expande la amplitud de una ciudad
tan majestuosa como siniestra. La sobrepoblación te recibe con un abrazo tan
cálido como escalofriante, los ladrillos se asoman sobre terrenos irregulares y
el frío ocupa cada espacio en tus pulmones.
Si
miras hacia arriba verás su gran orgullo, un cerro que hincha su pecho para
mostrar su inmensidad. Bajas por sus amplias aceras, adornadas de señales
inconfundibles de décadas de existencia. El mayor lugar de encuentro son los
vagones, amarillentos por las luces que le acompañan, donde la intimidad se
hace más tuya al verse expuesta en rostros desconocidos que te miran con ese
dejo de esperanza.
Una
voz se funde en tus oídos, como recibimiento ante tu destino. Las puertas se
abren y se desata una avalancha de pasos que comparten su andar. El ruido nunca
te abandona pero se propaga con más fuerza en el último escalón que pisas.
Sus
calles son una mezcla hipnotizante entre arte y populismo, entre concordias y
discordias, entre protestas y sosiego. Se alzan en las paredes los rostros de
aquellos responsables de la miseria de sus cerros, el color rojo es el emblema
de quien construye y destruye a su conveniencia, así como de aquellos cuya fe
se ha arraigado hacia la ruina de su propio ser.
Donde
vayas te acompañan las hojas de libros que se apilan uno sobre otro ante un
taburete que adorna cualquier lugar libre de la acera. Carátulas de papel te
escoltan para proveer una gama amplia de culturas, ideologías y creencias que han
sembrado la semilla de la curiosidad en quien se pasea a su alrededor.
Palabras
van y vienen, la monotonía los encierra, pero en la esencia de lo suyo está el
don de luchar por una tierra que desean recuperar.
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