Revisando
entre papeles de un cajón, se coló entre mis manos la historia que hoy vengo a
compartir con ustedes. Una historia que captó mi atención por una simple
palabra que, aunque se pronuncia con facilidad, muchas veces cuesta más de lo
que parece. La historia enmarca la opinión de un ciudadano de nuestro país. Fue
escrita bajo los sucesos que detonaron una herida bastante amplia, todavía
punzante, en el corazón de todos nosotros. Fue escrita luego del 11 de abril de
2002.
No
es de mi autoría. La he rescatado del olvido. Sigue siendo vigente y lo será
siempre. Aunque las cosas pasen, nuestra memoria nos recuerda lo que un día
fue.
Sin
más, aquí la tienen:
Libertad
En
un tiempo lejano vi a mis amigos, a mis vecinos, a conocidos y extraños, morir
bajo el puñal o el rifle del odio efervescente del buen revolucionario. Los vi
caer uno a uno por pensar diferente, los vi ser golpeados y luego llevados a la
cárcel. Los vi ser asesinados al clamor del pueblo revolucionario. A uno de
ellos pude ver yo a los ojos.
Yo
sigo aquí, soy revolucionaria. Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Hoy hemos
ganado, ha salido victoriosa nuestra revolución. Era soltera entonces. Hoy he
formado un hogar y tuve un hijo precioso. Han pasado muchos años desde
entonces, mi hijo ha crecido y ha empezado a cuestionarse ciertas cosas, no
hace más que hablar de libertad. Hablo con él y le digo que vivimos en
libertad, pero él no entiende y habla de una libertad que yo no comprendo. Pero
si ha sido por la libertad que luché hace años y él me sigue diciendo que
quiere ver libre a su país del autoritarismo y de la injusticia. ¿Cuál
autoritarismo?, ¡tener más libertad de la que poseemos es imposible! Exige más
justicia de la que hay. Trato, pero no puedo entenderlo.
Una
noche salió de casa y se despidió de una manera distinta. Pasaron tres días, no
volvió. Mi corazón se aceleraba a cada momento, estaba preocupada. Pero un día
se corrió la voz de que habían encarcelado antirrevolucionarios. ¿Cuándo
aprenderán?, me pregunté. Fui a la plaza a ver qué ocurría. No pude evitar que
la sorpresa paralizara mi cuerpo al darme cuenta lo que veían mis ojos.
Era
mi hijo el que yacía de rodillas frente a la plaza, exhibido como un criminal.
En su rostro, hinchado por los golpes, fluía la sangre que manchaba el parqué.
-Este-
Gritaba nuestro buen revolucionario, nuestro presidente –Es uno de nuestros
mayores enemigos, esos que se han enfrentado a nosotros durante años, un
traidor a la patria, a la nación, al pueblo. Por eso he venido hoy hasta aquí,
quiero pedirle a ustedes, el pueblo, que dicten su sentencia-
-Muerte-
Se oyó al unísono, como clamor popular –Muerte- Resonaba en mis oídos.
Mis
ojos enfocaron el rostro de mi hijo. Estaba inmóvil, mi corazón se estremecía,
mis manos temblorosas abrigaban mi pecho.
-Muerte-
Volví a oír.
Miré
a mi alrededor y vi caras conocidas gritando lo mismo. No sé en qué momento
empecé a correr, empujando a las personas que se encontraban a mi alrededor.
Mis lágrimas se deslizaban por mi rostro. No sentía, lo único que se repetía en
mi cabeza era: ¿Por qué?
Seguí
corriendo entre la multitud, sin quitar, ni un momento, la mirada del rostro de
mi hijo. Seguía corriendo cuando escuché un estruendo. Eran las balas que
atravesaron a mi pequeño. Él seguía de inmóvil a pesar de los continuos
disparos. Cuando logré llegar habían dejado de disparar.
-No
ha caído, pero ese ya está muerto- Fueron las palabras de un militar.
Al
llegar, él se derrumbó en mis brazos, como si me hubiese estado esperando. Caí
sentada en el suelo. Mi hijo yacía casi sin vida. No pudo pronunciar una sola
palabra, pero a través de sus ojos pude saber lo que me quería decir.
Cuando
iba corriendo hacia él, recodaba el día que supe que sería madre, la felicidad
que sentí con sus primeras pataditas, el dolor que sentí al traerlo al mundo,
sus primeras palabras, el regocijo de sus primeros pasos, la ternura de tenerlo
entre mis brazos, el escuchar decir por primera vez mamá.
Hoy
nuevamente estás entre mis brazos, hijo querido. Mis brazos que te abrigan del
frío de la muerte, mis lágrimas limpian la sangre de tu rostro. Te has quedado
dormido, como tantas veces de pequeño, en mi regazo. Sólo que esta vez se me
ahoga el corazón porque no despertarás.
Ha
pasado un mes desde tu muerte, hijo. Estoy aquí, en tu cuarto, mirando tus
fotos, recordando todo lo que significó tenerte en mi vida. Sólo hoy he podido
comprenderlo, tu última mirada trajo a mí los rostros que quedaron marcados en
mi memoria. Aquellos que observé tras el primer fusilamiento, ese donde fui
espectadora antes de tu nacimiento. Nunca había podido entender aquella mirada
que emitían sus rostros. No hasta que lo vi en el tuyo.
¡Qué
tarde he comprendido y qué caro me ha costado entender! El silencio no es bueno
cuando tienes algo que decir. Que vale más un día de libertad que cincuenta
años en silencio y represión.
¡Qué
caro me ha costado entender la palabra libertad!
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